TRIBUNA
El ébola, un problema global
Occidente debería intervenir no solo por solidaridad, sino por la seguridad mundial
La reacción internacional ante la irrupción del ébola en África occidental no ha estado en consonancia con la naturaleza y magnitud del problema. Y la prueba más evidente de ello es que el virus ha llegado a Madrid. Se ha respondido a destiempo, con medidas insuficientes y sin tener en cuenta la realidad de una epidemia inserta en las denominadas sociedades del riesgo.
En éstas, los riesgos se multiplican con escasa capacidad de control, se expanden a velocidades vertiginosas (vuelan en avión) e interactúan entre sí y con otros muchos factores, lo que intensifica sus efectos. Véase, por ejemplo, la crisis productiva y alimentaria que generará la epidemia en los países afectados y cómo ésta incidirá a su vez en la situación epidemiológica que la provocó; o la crisis política que se puede derivar de medidas extremas como el cierre de fronteras o las cuarentenas forzosas; o la consecuente deslegitimación de las instituciones sanitarias que esto pueda ocasionar, que incidirá, como un bucle perverso, en la eficacia de dichas instituciones para controlar la enfermedad, etc... Y todo ello, por cierto, en unos tiempos en los que los conocimientos expertos no pueden asegurar el riesgo cero, por más contundentes que pretendan ser sus afirmaciones. Lo que ayer era un fenómeno de ocurrencia imposible, hoy es ya una realidad contundente. Y además, las crisis en el mundo contemporáneo oscilan con frecuencia entre lo real y lo virtual, con lo que a veces será más importante controlar el miedo y la inseguridad percibida que las consecuencias reales de cualquier riesgo. Actuaciones como la que ayer ofreció la ministra española de Sanidad, por ejemplo, pueden incrementar, más que reducir, los niveles percibidos de inseguridad.
Estos elementos de análisis se deberían contemplar en la planificación de cualquier acción sanitaria, ya que en estas condiciones está claro lo que podría llegar a ocurrir: a) un aceleración en la velocidad de transmisión y en la expansión de la epidemia, como de hecho así está ocurriendo; b) un incremento del riesgo de mutación del virus (sea por propia evolución, por su interacción con otras cepas de ébola, o sea inducida por la presión evolutiva que generamos debido al calentamiento global, a la contaminación ambiental con agentes mutagénicos, a la aplicación masiva y descontrolada de antibióticos que acaban reforzando la capacidad de supervivencia de los microorganismos, etc...; y c) un agravamiento de la situación derivado de la interacción entre el ébola y otras patologías prevalentes en la zona. Todo esto sin contar con que la epidemia pudiera extenderse fuera de África, más allá de algunos casos accidentales como los diagnosticados estos días.
Frente a esta complejidad, la comunidad internacional ha respondido con una tibia intervención de carácter meramente asistencialista, cuya máxima tecno-escenificación se ha producido con el traslado a hospitales occidentales de algunos ciudadanos contagiados. Y cuyo día a día está siendo la atención prestada a los enfermos en los países afectados. Pero esto, por sí solo, resulta muy insuficiente. Tanto la asistencia médica a los enfermos como la investigación con fármacos antivirales es esencial, pero una rápida intervención salubrista centrada en una eficaz coordinación preventiva debería haber sido prioritaria respecto al abordaje clínico-farmacológico. La estrategia de choque más importante para controlar al virus es de salud pública, no de biomedicina. Ante estas emergencias sanitarias sería importante un cambio de enfoque que trascienda el asistencialismo humanitario individualizado y ubique el centro de atención en las poblaciones globalmente consideradas. La mera salvación de los cuerpos (o de las almas) resultan intervenciones obsoletas (incompletas) en un mundo en el que es más importante el control de los contextos que los milagros de laboratorio. Lo cual implica controlar el tiempo y el espacio. Es decir, intervenir de manera inmediata y hacerlo sobre las condiciones básicas que impidan que un inestable orden local pudiera llegar a convertirse en un incierto caos sanitario global. Necesitamos acciones más proactivas y de mayor inteligencia logística. Y la solución está hoy, como lo estuvo en los inicios de la salud pública durante la revolución industrial, en el control de las condiciones higiénico-ambientales.
Con ello, además, se podría aportar a estos países en eternas vías de desarrollo una transferencia de formación epidemiológica y racionalidad científica que los capacite para enfrentar en el futuro este tipo de situaciones. Por ejemplo, incidir en el cambio de prácticas culturales nocivas como el contacto ritualizado con cadáveres, la ocultación de casos a las autoridades o la curación ¡por imposición de manos! debería ser prioritario. Desechando de paso infundados complejos de supuesto imperialismo cultural o científico que, tras siglos de colonización económica y espiritual del continente africano, resultarían cuando menos anacrónicos.
Estamos ante una crisis sanitaria propia de la era global que nos pone a prueba desde un punto de vista sanitario, pero también político. En ambos sentidos debería servir de ensayo general para afrontar con éxito otras epidemias graves que pudieran aparecer en el siglo XXI. Por ello, la labor técnico-sanitaria coordinada por OMS debería ir acompañada de una acción política. Sin embargo, resulta significativa la ausencia de una preocupación salubrista global en la agenda de los líderes políticos occidentales. Tampoco se observan trazas de una preocupación salubrista global en los discursos de los movimientos sociopolíticos emergentes. Y ello, a pesar de que estas situaciones de incertidumbre sanitaria nos incumben a toda la polis, por lo que sería necesario generar una conciencia política universal que rompa con posicionamientos localistas cortos de miras, especialmente en un contexto en el que inevitablemente “los nuestros” son todos los eres humanos. O desarrollamos un concepto de ciudadanía más amplio e inclusivo o lo sustituimos por una conceptualización de elemental supervivencia de la especie humana. Pero para cualquiera de estas salidas, necesitaremos la política.
De hecho, las imágenes difundidas días atrás por los medios de comunicación de un enfermo huyendo de las instituciones sanitarias en Liberia para buscar comida son un dramático reflejo del fracaso del proyecto político occidental. Es inadmisible, a estas alturas de siglo, ver a un ser humano atrapado en una situación epidemiológica global cada vez más compleja y enrevesada enfrentándose a uno de los más mortíferos bioenemigos con la más primitiva de las defensas (un palo y unas piedras) para satisfacer la más primaria de las necesidades: comer. Como es inaceptable que hoy, debido probablemente a una inadecuada capacidad de respuesta, la inseguridad se empiece a extender por las calles de Europa.
Ante esto, Occidente debería intervenir; ya no solo por solidaridad con las zonas afectadas, que también, sino por la propia seguridad sanitaria mundial. El ébola, por sus características y serias consecuencias, constituye una clara expresión de la inexcusable apuesta que las sociedades desarrolladas deberían impulsar en pos de una salud pública global.
Juan Manuel Jiménez, sociólogo, es profesor de la Escuela Andaluza de Salud Pública.
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